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La Fábrica de las ideas
Cómo el síndrome de Diógenes (de un guiri) me hizo recuperar la creatividad
Nadie busca la creatividad en una fábrica. Si tuviera que apostar, diría que tendrías más posibilidades de encontrarla en aquella cafetería del centro. Puede, incluso, que fuese en ese estudio destartalado de techos altos. Consideraría también, por si acaso, aquel coworking con tarifa plana de kombucha. Aunque claro, siempre hay excepciones.
Lo que un día fue una vieja cementera —adalid de la industrialización y de la producción en masa—, hoy se convierte en un espacio para sociólogos, filósofos, ingenieros, escritores e incluso matemáticos. Voilà. Cambiamos el conglomerante por la conglomeración creativa. No es casualidad: detrás de la mejores transmutaciones siempre se encuentra un alquimista. Un arquitecto, en este caso.
Barcelona. Corren los años setenta. Nuestro hombre —Ricardo Bofill—, observa desde la carretera una vieja fábrica de cemento a las afueras de la ciudad. Decide dar media vuelta, entrar a la cementera y hablar con el director. Hoy es su día de suerte: su interlocutor le confiesa que él y su plantilla abandonarán aquella fábrica en un mes. Bofill decide comprarla en ese mismo momento.
A aquel impulso le siguen años de trabajo hasta convertir las ruinas en una vivienda —su vivienda particular—. Pero también en la sede del Taller de Arquitectura, su estudio de diseño fundado en 1963. Se realiza una reconversión de los espacios originales hasta formar una serie de estancias únicas. Aparentemente inconexos, aquellos silos de vitalidad cobran sentido gracias a la manera en la que esculpen el pensamiento de sus huéspedes. En las propias palabras de Bofill: “[La Fábrica] está organizada por espacios de acuerdo a las actividades mentales y psicológicas más que por funciones o funcionalidades de la casa típica”.
Un lugar que contiene lugares; similar a la manera en la que la creatividad hace marchar a sus ideas en inventivas procesiones. Como todo en esta vida: quizá fue suerte, quizá experiencia; lo más seguro es que ambas. Pero Bofill; nuestro arquitecto y alquimista, plasmó algo en aquella Fábrica para lo que yo necesitaría —tan solo para empezar a comprender—, unos cuantos meses de estancia en Atenas.
Diógenes modernos
Al principio era turismo: un lugar más que tachar. El sol nos guiaba; siempre lo hacía en aquella ciudad. No estaba solo. A mis pasos le acompañaban las Converse de uno de mis hermanos, —de esos con los que compartes sangre en vez de madre—. Deambulábamos por el mercado de las pulgas en Monastiraki; aunque jamás lo llamamos así. Para dos madrileños como nosotros aquello era El Rastro de Atenas. No hizo falta decirlo; rápido supimos cuál sería nuestra futura ocupación dominical a partir de esa misma mañana.
Rara vez se pudieron contar más de diez euros en nuestros bolsillos. Pero siempre nos las ingeniábamos para volver a casa con alguna rareza. Y no hablo de quincalla barata: entre nuestros pillajes se encontraban reliquias tan diversas como un Vostok de 1969 o una antología de Whitman. Lo nuestro era cuestión de actitud; paciencia, gozo por los momentos que preceden a la sorpresa. Por eso mismo nos reíamos con impunidad de todos esos guiris que marchaban por allí.
Caía el sudor por su frente. Aquella tarea de encontrar algo con lo que revestir las estanterías de su casa no era fácil. Desde la distancia, mi amigo y yo observábamos —entre carcajadas y con sendos gyros en la mano—, cómo llenaban sus fosforescentes mochilas y riñoneras de souvenirs. No es casual el término: nadie llama souvenir a algo que valora. Azorados por hacer la foto, se olvidaron de que se regatea mejor si te callas y escuchas las batallitas de aquel griego bajito con mala hostia.
La acumulación compulsiva en un mundo abundante denota falta de criterio. Aquellos guiris; Diógenes modernos, acopiaban imanes y postales porque eran incapaces de enfrentarse al hecho de que, detrás de sus billetes en primera, par de museos (uno contemporáneo y otro histórico), tres free-tours, quince cervezas y cuatro reservas en los mejores restaurantes de la ciudad (a través de Tripadvisor, siempre con un mínimo de 4.8 estrellas), se darían de bruces una vez más con el mismo vacío existencial con el que salieron de su ciudad.
Pero no les culpo. Ellos ya tienen suficiente con sus quemadas pieles, absurdos cortes de pelo y sobredimensionadas gafas de sol. De lo que estoy convencido es de que aquello que tanto repudiamos de su acaparación en el mundo material, se vuelve igual de dañino —peor aún—, si tu objetivo es alcanzar la creatividad que te prometía al comienzo de este soliloquio. Giro dramático, lo sé. Por eso, sin más preámbulos; damas y caballeros, déjenme presentarles a los fascinantes acaparadores de ruido. Tienen un par de lecciones que dejarnos.
Los acaparadores de ruido
Están por todas partes: en el metro, en la oficina, en las calles; incluso delante del espejo si eres capaz de reparar en ello. Intuyes de quién hablo. Porque seguro que te ha pasado: llevas una temporada en la que te resulta imposible hilar dos pensamientos sin que la luz de una pantalla dilate tus pupilas. Antes eras creativo, te recuerdas. ¿Qué ha ocurrido con esas grandes ideas? Permíteme arrojar algo (más) de luz al asunto tuneando aquella frase del viejales de Pascal:
“Todas las desgracias del hombre se derivan del hecho de no ser capaz de estar tranquilamente sentado y solo en una habitación; sin mirar el jodido móvil cada treinta segundos esperando falsas novedades y estímulos continuos de carácter ludópata”. Tan solo por si te lo preguntas: sí, la cursiva es mía.
Mira, quizá a estas alturas sea tarde realizar la siguiente confesión, —pero desconozco quién eres—. No sé si me encuentro frente a un artista, un filósofo, un currito o alguien al que le gustaría recuperar aquella creatividad de la que gozó algún día. Daré por supuesto todo lo anterior porque tan solo sé escribir de mí y de mis movidas. Así que aquí va el punchline: hubo una época en la que los pequeños incrementos movieron a la sociedad. Coches algo más rápidos, edificios dos palmos más altos, relojes un poco más digitales; ya me entiendes. Incrementos rectilíneos. Pero no estoy seguro de que las cosas sigan igual.
Hoy, la acaparación; a veces involuntaria, casi siempre con pleno conocimiento de causa, se ha convertido en la normalidad. Fotos de deformes bellezas inundan tu feed mientras te impactan con sus vídeos fanáticos que proclaman que lo último de lo último es tomar el sol en tus partes más íntimas. Ruido mental que hace que, cuando el algoritmo te recompense con algo mínimamente interesante, no puedas hacer otra cosa más que mover el dedo para evitarlo. Bienvenido a la selva exponencial: resulta penoso que nuestro cerebro siga en taparrabos; preso de su irremediable linealidad.
A estas alturas, creo que mi argumento se intuye desde Despeñaperros. Pero, por eso de ser un caballero y quitarle la pulpa al zumo, me reitero: hoy en día todo está a dos toques de distancia. Y cuando alguien lo tiene todo, tu labor pasa a ser la de un estilista. Podríamos decir que tu valor como creador radica en todo cuanto seas capaz de dejar fuera, esculpir y simplificar —sin diluir el mensaje en el proceso—.
Pero también lo está en la distancia entre los puentes que tiendes. Porque no es hormigón lo que los sostiene: son las ideas que aúnas y a las que das forma de manera personal; fruto de un largo proceso de recolección que solo puede llevarse a cabo si eres capaz de eliminar el ruido. Sorpresa. Ha llegado el momento de dejar de ser un guiri en tu propio país —aquel que tiene la creatividad por bandera—. Aunque si hablamos de hormigón, lo justo es acabar en el lugar del que partimos.
Olvida la fábrica: empieza en el IKEA
Lo que me fascina como metáfora de aquella cementera es su semejanza con el proceso creativo: una estructura dotada de espacios aparentemente inútiles capaces de albergar las ideas de sus invitados. Allí, cada sala expresa una idea. Cada pasillo, un pensamiento. Cada planta, una posibilidad. Se resiste la tentación del pragmatismo para dejar que sea el barbecho el que conecte los puntos.
Una lección para todos aquellos inmersos en el ruido: no hay trucos; pero todavía quedan algunos pasadizos. Siempre hay recovecos para los coleccionistas con criterio. Pero eso solo se consigue escapando de las garras de Diógenes. Déjale la acaparación enfermiza a los guiris, al fin y al cabo, no es tan distinta de sus borracheras de Cruzcampo.
Así que no esperes; empieza a construir. Al principio será una sala. Un rincón quizá. Los muebles serán del IKEA y la disposición inconexa. Sigue dando esos paseos en los que no guardas más que lo que cabe en tus bolsillos. Las cosas mejorarán con el tiempo. Lo que empezó siendo una idea puede convertirse en una fábrica —una fábrica de ideas, quizá—. Pronto abundarán las habitaciones, los pasillos, la estructura.
Es posible, incluso, que otra gente decida asomarse al interior de tus paredes. Quizá un par de sociólogos olisquean para ver qué pasa por allí. Puede que sean matemáticos, toreros, vendedores de enciclopedias o —dios no lo quiera, políticos—, pero eso solo lo sabrás con el tiempo. Y el trabajo. Porque ya sabes: uno siempre debe construirse antes de pretender alzar sus fábricas; aunque sean de ideas.
¿Qué es Dogmatista?
Dogmatista nace con la pretensión de convertirse en una fábrica de ideas. Una pequeña, de momento; de esas que podrías encontrar regentadas por una familia o un par de amigos a las afueras de la ciudad. Aún es pronto para encasillar este proyecto —básicamente porque no lo tengo claro ni yo—. Pero hay algo que sí puedo avanzarte: este es tu lugar si escapas del ruido.
También lo será si has llamado, durante toda tu vida, déficit de atención a lo que en realidad era una curiosidad voraz. Tengo buenas noticias: no estás solo, my friend. Aquí dentro todos padecemos de lo mismo. Desde creativos publicitarios hasta ingenieros industriales —pasando por fotógrafos trotamundos, psicólogas que se dedican al análisis de datos o diseñadores de videojuegos (que pilotan karts a velocidades absurdas)—. Así que ya sabes. Mete tu correo en la caja de ahí abajo y que empiece la fiesta. Ah, y solo por si se me olvidaba comentártelo: además, es gratis*.
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